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En los contratos adjudicados en procedimientos abiertos, sobre todo cuando en ellos prevalece el criterio del precio más bajo frente a otros por los que se valora la oferta económica más ventajosa, está muy extendida la corriente de opinión –utilizada casi como un axioma inmutable– que una alta participación y concurrencia de licitadores implica la obtención del “mejor precio”, de tal manera que únicamente aquéllos proveedores que pujan con el precio más bajo lo hacen porque son los más eficientes en costes. Por otro lado, los licitadores que son ineficientes en costes, como repercuten en sus precios ofertados unos costes operativos y de su estructura que no crean valor para el objeto del contrato, quedan fuera, consecuentemente, de la adjudicación por la mera acción de la competencia en el Mercado.
En Economía un mercado de competencia perfecta –situación que es teórica e ideal– es aquél en donde la interacción de la oferta y la demanda determina el precio de bienes y servicios, y se caracteriza porque:
Lo más parecido a dicha situación ideal de mercado son los actuales Mercados Secundarios de Valores –es decir, La Bolsa– en los que se intercambian los títulos representativos de acciones de las empresas que cotizan en ellas. Sin embargo, tal y como en la contratación pública está configurado el procedimiento abierto de adjudicación, este mercado dista mucho de parecerse a uno «ideal» de competencia perfecta. Y es porque en cada compra pública se actúa en un régimen de monopsonio, debido a que:
Sin embargo, se continúa alegando, con obstinación, que la competencia en la contratación pública es garantía del “mejor precio”. Pero esta razón se cae porque, simplemente, la competencia es imperfecta y se distorsiona el precio por los motivos citados anteriormente. No obstante, es en las nuevas contrataciones electrónicas el lugar –con sus imperfecciones– donde se pueden conseguir, con transparencia, los precios más competitivos y ventajosos.
Ya sean utilizados procedimientos de adjudicación abiertos, restringidos, negociados o diálogo competitivo –sin olvidar la futura «asociación para la innovación»–, y cualquiera que sea el sistema de racionalización de la contratación, los contratistas tienden a repercutir en sus facturaciones costes que son inadmisibles –que no son representativos de valor y utilidad aportada al objeto del contrato– y que los Entes públicos contratantes deberían depurar. Al menos, en aquéllas contrataciones que no sean de precio fijo –procedimientos abiertos y restringidos y sistemas dinámicos de contratación y acuerdos marco–, es decir contrataciones en las que el precio se determina por el coste admisible reembolsable.
Incluso, por las razones expuestas, también deberían depurarse los costes en los procedimientos abiertos. Sobre todo en aquéllos en los que primen criterios de valoración para la adjudicación que contengan importantes y significativos aspectos sociales, medio-ambientales y de innovación, debido a que, como se ha dicho, este es un mercado de competencia imperfecta y existen importantes costes de cambio de adjudicatario para la Entidad contratante. Y es que una vez obtenida aquél la adjudicación, puede estar tentado a trasladar unos sobrecostes, del todo irrazonables e inadmisibles, si el órgano de contratación, o poder adjudicador, no lo remedia poniendo los controles precisos.
En los contratos adjudicados en procedimientos abiertos, sobre todo cuando en ellos prevalece el criterio del precio más bajo frente a otros por los que se valora la oferta económica más ventajosa, está muy extendida la corriente de opinión –utilizada casi como un axioma inmutable– que una alta participación y concurrencia de licitadores implica la obtención del “mejor precio”, de tal manera que únicamente aquéllos proveedores que pujan con el precio más bajo lo hacen porque son los más eficientes en costes. Por otro lado, los licitadores que son ineficientes en costes, como repercuten en sus precios ofertados unos costes operativos y de su estructura que no crean valor para el objeto del contrato, quedan fuera, consecuentemente, de la adjudicación por la mera acción de la competencia en el Mercado.
En Economía un mercado de competencia perfecta –situación que es teórica e ideal– es aquél en donde la interacción de la oferta y la demanda determina el precio de bienes y servicios, y se caracteriza porque:
- hay un elevado número de oferentes y demandantes; “
- los productores ofrecen un producto homogéneo, no diferenciado;
- los agentes económicos tienen una información completa y gratuita;
- no hay barreras de entrada y salida en el mercado ni costes de transacción; y
- existe una movilidad perfecta de bienes y factores, con lo que el consumidor puede acudir a cualquier productor sin coste adicional de adquirir el bien.
Lo más parecido a dicha situación ideal de mercado son los actuales Mercados Secundarios de Valores –es decir, La Bolsa– en los que se intercambian los títulos representativos de acciones de las empresas que cotizan en ellas. Sin embargo, tal y como en la contratación pública está configurado el procedimiento abierto de adjudicación, este mercado dista mucho de parecerse a uno «ideal» de competencia perfecta. Y es porque en cada compra pública se actúa en un régimen de monopsonio, debido a que:
- hay un único comprador frente a varios proveedores;
- los productos que ofrecen los distintos licitadores no son completamente homogéneos, es decir perfectamente sustituibles entre ellos porque, en los procedimientos abiertos en los que existe más de un criterio de valoración de la oferta económica más ventajosa, hay diferenciación entre ellos por factores tales como los medio-ambientales, sociales, rendimiento, etc.;
- los agentes económicos, en particular la Entidad Pública contratante, está muy lejos de tener una información completa del objeto de la transacción, en particular sobre los costes de producción –actúa «a ciegas»– y si en ellos hay repercutidos costes que no generan valor;
- existen barreras de entrada y salida para los oferentes –por citar sólo el ejemplo de los requisitos de capacidad para contratar, en especial los de clasificación o de la solvencia técnica y económica, exigidos en el procedimiento de licitación– y hay costes de cambio para el contratante público si el proveedor, una vez iniciada la ejecución del contrato, no cumple con las expectativas previstas; y
- también existen costes de las transacciones, porque para los productores –que no suelen producir para su almacén– tratan cada adjudicación como un «pedido especial» (véase entrada sobre "costes prohibidos de la capacidad ociosa") adaptando su capacidad a las circunstancias de la adjudicación; y para la Administración contratante, que está sometida a la legalidad del procedimiento, no puede cambiar de un proveedor a otro sin causa que lo justifique por el incumplimiento del contrato del adjudicatario. Y, aún así, como el cambio de adjudicatario es muy oneroso, en muchas ocasiones se procura que finalice la ejecución del contrato el adjudicatario inicial.
Sin embargo, se continúa alegando, con obstinación, que la competencia en la contratación pública es garantía del “mejor precio”. Pero esta razón se cae porque, simplemente, la competencia es imperfecta y se distorsiona el precio por los motivos citados anteriormente. No obstante, es en las nuevas contrataciones electrónicas el lugar –con sus imperfecciones– donde se pueden conseguir, con transparencia, los precios más competitivos y ventajosos.
Ya sean utilizados procedimientos de adjudicación abiertos, restringidos, negociados o diálogo competitivo –sin olvidar la futura «asociación para la innovación»–, y cualquiera que sea el sistema de racionalización de la contratación, los contratistas tienden a repercutir en sus facturaciones costes que son inadmisibles –que no son representativos de valor y utilidad aportada al objeto del contrato– y que los Entes públicos contratantes deberían depurar. Al menos, en aquéllas contrataciones que no sean de precio fijo –procedimientos abiertos y restringidos y sistemas dinámicos de contratación y acuerdos marco–, es decir contrataciones en las que el precio se determina por el coste admisible reembolsable.
Incluso, por las razones expuestas, también deberían depurarse los costes en los procedimientos abiertos. Sobre todo en aquéllos en los que primen criterios de valoración para la adjudicación que contengan importantes y significativos aspectos sociales, medio-ambientales y de innovación, debido a que, como se ha dicho, este es un mercado de competencia imperfecta y existen importantes costes de cambio de adjudicatario para la Entidad contratante. Y es que una vez obtenida aquél la adjudicación, puede estar tentado a trasladar unos sobrecostes, del todo irrazonables e inadmisibles, si el órgano de contratación, o poder adjudicador, no lo remedia poniendo los controles precisos.
Hay una delgada línea que separa, por un lado: la confianza, la ingenuidad y el “buenismo” de la Entidad pública contratante; y del otro lado: la estupidez.
Los costes inadmisibles, que pueden aparecer en todas las contrataciones y que repercuten los licitadores, además de los costes de la capacidad ociosa tratados en la entrada del 13/07/2015, son los relacionados a continuación, en una lista que no es exhaustiva:
- Gastos con los que se dotan las provisiones y riesgos de contingencias.
- Gastos de representación.
- Multas y sanciones.
- Gastos de reestructuración empresarial a través de modificaciones estructurales de la sociedad mercantil.
- Donativos y liberalidades.
- Gastos financieros.
- Pérdidas en otros contratos, pérdidas procedentes del patrimonio y otras excepcionales.
- Ciertos tipos de gastos de relaciones públicas y publicidad.
- Deudas incobrables y exceso de valor de cuantas a cobrar.
- Gasto por el impuesto sobre beneficios, indemnizaciones por despido, bajas incentivadas de trabajadores y jubilaciones anticipadas, o cualquier tipo de concepto retributivo que pueda considerarse como participación en beneficios.
En entradas futuras analizaré cada uno de los anteriores elementos de gasto y el porqué de su inadmisibilidad como coste de los contratos públicos.
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