El concepto «precio», desde el punto de vista económico, es más complejo de lo que a simple vista parece, pero aquí no se pretende hacer un tratado acerca de su significado.
Más sencillo me parece el concepto jurídico de «precio», porque lo resuelve el Código Civil (artículo 1.445) diciendo que es la contraprestación en dinero, o signo que lo represente, que se obliga a pagar uno de los contratantes al recibir del otro una cosa determinada. Pero no nos podemos sustraer al hecho intrínsecamente económico de la operación entre las partes, de tal manera que comprador y vendedor fijan el «precio» en virtud de un equilibrio que se realiza por la comparación de los respectivos «valores» percibidos –que no debemos olvidar que son percepciones subjetivas– de la cosa que se entrega y la que se recibe; o de la entrada en juego de las leyes económicas de oferta y la demanda del mercado y de la utilidad.
El «valor», en el sentido económico, es un concepto que denota «utilidad» –o grado de satisfacción y felicidad a los que se llega a través de factores inmateriales–, y el «precio» es la monetización de esa utilidad.
Entonces ¿qué es el «precio general de mercado» al que el órgano de contratación debe procurar hacer sus adquisiciones?, o dicho de otra manera ¿cuál es el «valor» correcto que debe estimar respecto de la «utilidad» (o grado de satisfacción) que reporta la prestación del contrato y que le permitirá monetizar y determinar su «precio»?
Pienso que el debate sobre el concepto «precio general de mercado», que tradicionalmente se recogen en la norma reguladora de la contratación pública, no se resuelve solo con un enfoque puramente jurídico, sino que es una combinación de ambos, es decir jurídico y económico.
Como el concepto de «precio» parece estar bien acotado, ahondemos en el concepto del «valor» económico y en algunas de sus diferentes facetas y las repercusiones que van a tener en la concepción jurídica que tenemos sobre el «precio» de los contratos.
Así parece que en la Ley de Contratos del Sector Público se previene que el órgano de contratación no pague de más, ni menos, por las obras, suministros y servicios un «precio» diferente a lo que normalmente se valora en el mercado entre partes que son independientes –vamos a obviar las condiciones económicas del mercado, es decir si es competitivo o no lo es, aunque algunas definiciones se hagan bajo la hipótesis de una existencia de mercados en competencia perfecta–. Y tampoco vamos a entrar en la «maximización de la utilidad», explicada por la «Ley de la utilidad marginal decreciente», porque no es el caso de las compras públicas que tienen otros condicionamientos más allá de los poseídos por los consumidores particulares en los mercados, porque éstos –los consumidores– no seleccionan sus adquisiciones porque tengas que dar satisfacción a políticas pública o con arreglo procedimientos sujetos a criterios «objetivos de valoración» (que pueden incluir factores sociales, medioambientales, …, etc) para determinar “objetivamente” cuál es la oferta más ventajosa y/o con base en el «coste del ciclo de vida».
Así pues, lo primero que tenemos que ver es qué es eso del «valor del mercado», al que parece debemos dirigirnos y al que se refiere la Norma administrativa.
El «valor de mercado» es el valor de un producto, bien o servicio determinado por la oferta y demanda entre agentes económicos independientes y con plena información y sin restricciones de competencia.
Según las Normas Internacionales de Valoración, el «valor de mercado» es definido como “la cantidad estimada por la cuál una propiedad podría ser intercambiada, en la fecha de valoración, entre un comprador y un vendedor en una transacción en condiciones de plena competencia dónde las partes actúan con conocimiento y sin coacción”.
No obstante lo anterior, no podemos ignorar el Real Decreto Legislativo 4/2004, de 5 de marzo, por el que se aprueba el vigente texto refundido de la Ley del Impuesto sobre Sociedades (LIS), en el que se establece, en su artículo 16.4, cómo se determina el «valor de mercado», entre los que figuran los siguientes métodos:
“1.º Para la determinación del valor normal de mercado se aplicará alguno de los siguientes métodos:
a) Método del precio libre comparable, por el que se compara el precio del bien o servicio en una operación entre personas o entidades vinculadas con el precio de un bien o servicio idéntico o de características similares en una operación entre personas o entidades independientes en circunstancias equiparables, efectuando, si fuera preciso, las correcciones necesarias para obtener la equivalencia y considerar las particularidades de la operación.
b) Método del coste incrementado, por el que se añade al valor de adquisición o coste de producción del bien o servicio el margen habitual en operaciones idénticas o similares con personas o entidades independientes o, en su defecto, el margen que personas o entidades independientes aplican a operaciones equiparables, efectuando, si fuera preciso, las correcciones necesarias para obtener la equivalencia y considerar las particularidades de la operación.
c) Método del precio de reventa, por el que se sustrae del precio de venta de un bien o servicio el margen que aplica el propio revendedor en operaciones idénticas o similares con personas o entidades independientes o, en su defecto, el margen que personas o entidades independientes aplican a operaciones equiparables, efectuando, si fuera preciso, las correcciones necesarias para obtener la equivalencia y considerar las particularidades de la operación
….”.
Sin embargo, el «valor de mercado», como acabo de decir, no se compadece, ni está en completa consonancia con el «precio general de mercado» que expresa la nueva LCSP en el artículo 102.3 para quien éste es el monto al cuál se realizarán las transacciones en los contratos públicos, porque el «valor de mercado» es un «valor subyacente» (o de referencia por comparación) y que no tiene por qué coincidir ni ser igual o parecerse –en mi opinión– al «precio general del mercado» que nos trae este precepto de la contratación pública.
El concepto de «valor de mercado» es subjetivo a la percepción del comprador y vendedor –aunque la LIS trate de establecer una metodología de cálculo para objetivarlo o, al menos, que sea una referencia de partida para los fines de la propia norma fiscal– y es utilizado, por ejemplo, en mercados ineficientes o en situaciones de desequilibrio, en los que hay una posición dominante de una de las partes que impone en precio final al que se hace la transacción y dónde ese precio no refleja el subyacente «valor de mercado» “real” en condiciones competitivas. Y como esto es lo que precisamente sucede en las compras públicas –la posición dominante la detenta normalmente el órgano de contratación porque es el que establece sus reglas–, con la auditoría de contratos lo que se pretende es que el «precio general de mercado» (precio en el que se fija el contrato) y «valor de mercado» subyacente de la prestación del contratista –también en las contrataciones que requieran negociaciones y no solo en los procedimientos abiertos y restringidos– sean iguales, o lo más aproximado posible, haciendo desaparecer las ineficiencias provocadas por asimetría de información entre el contratista y el poder adjudicador contratante en la formación de los precios, y porque también permite dar satisfacción a los objetivos de las políticas públicas evitando el fraude y la fijación de precios irresponsables.
El «valor de mercado» también es diferente al «valor contable», porque éste está sujeto a las normas y criterios de valoración del Plan General Contable (PGC), y varía en el tiempo –por ejemplo– con la aplicación de la depreciación, circunstancia que no ocurre con aquél.
El «valor de mercado», en la contratación pública –en mi opinión–, debería enfocarse como concepto de «valor razonable», en el sentido de que el «precio» del contrato es el adecuado o idóneo a las prestaciones que se reciben, ya que esta valoración «razonable» no tiene por qué coincidir con el denominado «valor de mercado» en competencia perfecta definido por la Teoría Económica. Así pues, el «valor razonable», en dicho sentido de ser adecuado e idóneo, dependerá de los acuerdos alcanzados entre las dos partes involucradas en una transacción y, también, de las disposiciones legales de obligado cumplimiento, como son las de publicidad y concurrencia en el procedimiento y en la cláusulas del contrato. Y, como el inciso del artículo 102.3, de la nueva LCSP establece el mandato de que “en aquellos servicios en los que el coste económico principal sean los costes laborales, deberán considerarse los términos económicos de los convenios colectivos sectoriales, nacionales, autonómicos y provinciales aplicables en el lugar de prestación de los servicios”, es por lo que también entra en juego este concepto de «valor razonable», el cual debe manifestarse en todos los procedimientos de adjudicación, especialmente en los que requieren negociaciones –es decir, negociados con publicidad, diálogo competitivo y asociación para la innovación–. Así que me permito definir como el «valor razonable»[1] en los contratos públicos lo siguiente: “es el «precio general de mercado» acordado entre las dos partes que tiene en cuenta las respectivas ventajas y desventajas que cada contratante ganará con la transacción y que atiende a los costes laborales, sociales y medioambientales, o de otra índole, que la Ley o los pliegos del contrato exijan”. Por ello, también la necesidad de la aplicación de la auditoría de contratos para conseguir que el «precio general de mercado» del contrato sea exactamente un «valor razonable» que cubre los costes admisibles reales de producción (que incluye todos aquéllos de tipo social, medioambiental, etc) e incorpora un beneficio del contratista que es equilibrado al valor y el riesgo asumido por éste en el contrato.
Por tanto, el «precio» en las compras públicas –ese «precio general de mercado» que dice la LCAP– debería ser la medida de un «valor» con otro «valor» entre los que se establece responsablemente una equivalencia, porque en ellos intervienen factores de tipo social, medioambiental, o de otra índole, que los poderes públicos tienen interés en cumplir.
El precio de los contratos públicos debería consistir en la cantidad de riqueza necesaria para compensar los costes de producción más un beneficio razonable que, como he dicho, debe retribuir el esfuerzo y el riesgo asumido por el contratista. Es decir, ese precio (costes más beneficio) debe ser “natural”, el que tiene el producto o servicio al salir de las manos del contratista, y “remunerador” de su esfuerzo. Es de aquí que el artículo 102.7 de la nueva LCSP, como ya lo hicieron el 87.5 del TRLCSP y el 75.5 de la Ley 30/2007 de CSP, establecen la posibilidad –aunque restringida a los contratos con negociaciones adjudicados en procedimientos negociados, diálogo competitivo y la asociación para la innovación– la determinación del «precio» definitivo del contrato –que sería en todo caso razonable– mediante el valor “natural” de las prestaciones, es decir los costes admisibles efectivos de producción, y el valor de la “remuneración”, o beneficio del contratista, que debe ser calculada con arreglo a una metodología acordada. Y, además, para que cuadre y sea consistente ese valor «razonable» en los contratos públicos, debe establecerse para ellos las reglas contables que el adjudicatario deberá aplicar para determinar el coste de las prestaciones y los controles documentales y sobre el proceso de producción mediante la «auditoría de contratos».
Solo así, de esta manera que he explicado, considero que debería entenderse el significado de «precio general de mercado» como equivalencia del «valor razonable» que también incluye todos esos factores del tipo social, medioambiental, o de otras características, que son auspiciados por la nueva LCSP.
#95. Criterios medioambientales, sociales y laborales. Comprobación de cumplimiento
#79. Admisibilidad de los costes salariales
#49. La negociación del beneficio. Enfoque financiero