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Las adquisiciones de bienes y servicios novedosos e innovadores, por parte de cualquier entidad del Sector Público, o el desarrollo de proyectos y construcción de grandes infraestructuras o concesiones de obras, la prestación de servicios públicos mediante contratos de concesión, y cuando, en general, la complejidad de las prestaciones y la necesidad de utilizar técnicas nuevas, la dificultad para promover concurrencia en la licitación y la inexistencia de referencias válidas de costes de prestaciones similares en el mercado hacen imposible determinar el precio en el momento de la adjudicación, haciendo ineficaces los procedimientos de adjudicación abiertos y/o restringidos –porque, por ejemplo, no puedan filtrarse adecuadamente a los licitadores (véase blog de Lucas Pita)–, es entonces cuando el procedimiento negociado, el diálogo competitivo y la futura «asociación para la innovación» surgen necesarios.
De la misma manera que en relación con la «contratación electrónica» el Proyecto de Ley de Contratos del Sector Público no incluye una regulación completa –“olvido lamentable que quizás paguemos caro” (sic) (véase el artículo de Francisco Blanco López: La contratación pública electrónica)–, tampoco se desarrolla, como hubiera sido deseable, la facultad que tienen puesta a su disposición los órganos de contratación para determinar apropiadamente –con prudencia y transparencia– los precios de determinados contratos. A los que habría que añadir, en mi opinión, todos los sobrecostes inherentes a los «modificados de contratos», sin hacer ninguna excepción.
A éstos que me refiero son los que el artículo 87.5 de la vigente Ley tiene previsto –como también lo hace el Proyecto de la futura Ley de Contratos del Sector Público en su artículo 102.7– cuando se haga necesaria la celebración del contrato con un precio provisional –sin rebasar un límite de precio máximo– y, que para determinar el precio efectivo de éste, deba hacerse con base en los costes que haya incurrido realmente el contratista y la fórmula establecida de cálculo del beneficio. Para ello, el poder adjudicador debe instituir en el contrato las reglas contables que el adjudicatario debe utilizar para imputar los costes admisibles y, además, tiene la prerrogativa de realizar los controles documentales y sobre el proceso de fabricación, pudiendo examinar los elementos técnicos y contables del coste de producción. Es decir, desarrollar una auditoría de contrato y, con base en ella, aprobar los costes admisibles reclamados y que serán reembolsados al contratista y el beneficio calculado conforme a la metodología aprobada, con la finalidad determinar el precio definitivo.
Hasta ahora, esta actuación en la compra pública es potestativa del órgano de contratación. En mi opinión, no debería ser una opción sino una obligación. Es por ello, que la regulación de los aspectos relacionados con las letras a), b) y c), del citado artículo 87.5, de la vigente Ley –al igual que en el 102.7 del Proyecto de la nueva Ley–, deberían ser desarrollados. Y añado, también, que esta “lamentable” omisión provoque que quizá lo sigamos pagando en términos de transparencia y corrupción.
Siendo una obligación para este tipo de adquisiciones públicas, en las que el desarrollo de un procedimiento abierto no es operativo y es ineficaz, se ganaría en eficiencia y transparencia en el procedimiento, se evitarían los sobrecostes en los contratos y los graves riesgos de fraude y corrupción.
Confiemos en el nuevo año, que nos traerá, entre otras cosas, un nuevo procedimiento de adjudicación –la «asociación para la innovación»– con el que fomentar la colaboración entre el sector público y el privado acometiendo inversiones públicas en investigación y desarrollo –tan necesarias para el progreso de nuestra economía nacional–; y, también, el despegue de la compra innovadora y de las adquisiciones de eficiencia en el tratamiento de residuos urbanos y la gestión del agua, materias éstas últimas de gran interés en la Unión Europea.
Las adquisiciones de bienes y servicios novedosos e innovadores, por parte de cualquier entidad del Sector Público, o el desarrollo de proyectos y construcción de grandes infraestructuras o concesiones de obras, la prestación de servicios públicos mediante contratos de concesión, y cuando, en general, la complejidad de las prestaciones y la necesidad de utilizar técnicas nuevas, la dificultad para promover concurrencia en la licitación y la inexistencia de referencias válidas de costes de prestaciones similares en el mercado hacen imposible determinar el precio en el momento de la adjudicación, haciendo ineficaces los procedimientos de adjudicación abiertos y/o restringidos –porque, por ejemplo, no puedan filtrarse adecuadamente a los licitadores (véase blog de Lucas Pita)–, es entonces cuando el procedimiento negociado, el diálogo competitivo y la futura «asociación para la innovación» surgen necesarios.
De la misma manera que en relación con la «contratación electrónica» el Proyecto de Ley de Contratos del Sector Público no incluye una regulación completa –“olvido lamentable que quizás paguemos caro” (sic) (véase el artículo de Francisco Blanco López: La contratación pública electrónica)–, tampoco se desarrolla, como hubiera sido deseable, la facultad que tienen puesta a su disposición los órganos de contratación para determinar apropiadamente –con prudencia y transparencia– los precios de determinados contratos. A los que habría que añadir, en mi opinión, todos los sobrecostes inherentes a los «modificados de contratos», sin hacer ninguna excepción.
A éstos que me refiero son los que el artículo 87.5 de la vigente Ley tiene previsto –como también lo hace el Proyecto de la futura Ley de Contratos del Sector Público en su artículo 102.7– cuando se haga necesaria la celebración del contrato con un precio provisional –sin rebasar un límite de precio máximo– y, que para determinar el precio efectivo de éste, deba hacerse con base en los costes que haya incurrido realmente el contratista y la fórmula establecida de cálculo del beneficio. Para ello, el poder adjudicador debe instituir en el contrato las reglas contables que el adjudicatario debe utilizar para imputar los costes admisibles y, además, tiene la prerrogativa de realizar los controles documentales y sobre el proceso de fabricación, pudiendo examinar los elementos técnicos y contables del coste de producción. Es decir, desarrollar una auditoría de contrato y, con base en ella, aprobar los costes admisibles reclamados y que serán reembolsados al contratista y el beneficio calculado conforme a la metodología aprobada, con la finalidad determinar el precio definitivo.
Hasta ahora, esta actuación en la compra pública es potestativa del órgano de contratación. En mi opinión, no debería ser una opción sino una obligación. Es por ello, que la regulación de los aspectos relacionados con las letras a), b) y c), del citado artículo 87.5, de la vigente Ley –al igual que en el 102.7 del Proyecto de la nueva Ley–, deberían ser desarrollados. Y añado, también, que esta “lamentable” omisión provoque que quizá lo sigamos pagando en términos de transparencia y corrupción.
Siendo una obligación para este tipo de adquisiciones públicas, en las que el desarrollo de un procedimiento abierto no es operativo y es ineficaz, se ganaría en eficiencia y transparencia en el procedimiento, se evitarían los sobrecostes en los contratos y los graves riesgos de fraude y corrupción.
Confiemos en el nuevo año, que nos traerá, entre otras cosas, un nuevo procedimiento de adjudicación –la «asociación para la innovación»– con el que fomentar la colaboración entre el sector público y el privado acometiendo inversiones públicas en investigación y desarrollo –tan necesarias para el progreso de nuestra economía nacional–; y, también, el despegue de la compra innovadora y de las adquisiciones de eficiencia en el tratamiento de residuos urbanos y la gestión del agua, materias éstas últimas de gran interés en la Unión Europea.
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