No voy a ahondar en este post sobre todo lo que se lleva escrito acerca de los criterios de valoración automáticos (fórmulas matemáticas) con los que se evalúan las ofertas económicas de los licitadores que concurren a los contratos públicos. Aunque sí voy a resaltar el acuerdo generalizado que hay en toda la profesión sobre los efectos distorsionadores que pueden provocar la aplicación de algunas fórmulas utilizadas para valorar el precio y elegir la oferta más ventajosa. Y si no, por si hay todavía alguien que lo pone en duda, están los pronunciamientos del Tribunal de Cuentas, de la Juntas Consultivas de Contratación y de los Tribunales Administrativos de Recursos Contractuales, que en sus informes se decantan por la utilización de fórmulas proporcionales.
Mi propósito con este post es el de proponer un enfoque diferente para dar algo claridad a esa “zona oscura” de la contratación administrativa, identificada así por María Pilar Batet Jiménez , y que la señala, cargada de razón, como lo que es: “una losa para los gestores de la contratación pública”.
Por lo tanto, que el lector no espere encontrar aquí ninguna fórmula “demencial”, como si fuera un “bálsamo de fierabrás”, que arregle todas las incertidumbres relacionadas con los criterios automáticos de valoración del factor "precio" en las licitaciones, sino que hallará unos procedimientos basados en la evaluación de los costes que le permitirán elegir la mejor oferta económica, aplicando transparencia, igualdad de trato y no discriminación. Aunque requiere de una buena dosis de esfuerzo que hay que añadir al ya ordinario de la gestión en la compras públicas.
Pero, ¿qué es el «coste» de los contratos públicos?, porque no está definido en la Ley. Se habla mucho en esta ley del coste (la palabra coste, o costes, aparece en todo el texto en 102 ocasiones), pero en ninguna le sigue su definición. A lo sumo, en el artículo 100.2, referido a la elaboración del presupuesto base de la licitación, se dice que en los pliegos de cláusulas administrativas particulares dicho presupuesto estará desglosado en “los costes directos e indirectos y otros eventuales gastos calculados para su determinación” (sic).
¿Y qué costes directos e indirectos deben ser esos?. Aunque, al menos, nos ofrece alguna pista sobre las características de razonabilidad de algunos costes cuando –sigue diciendo ese precepto del artículo 100.2– “el coste de los salarios de las personas empleadas para su ejecución formen parte del precio total del contrato, el presupuesto base de licitación indicará de forma desglosada y con desagregación de género y categoría profesional los costes salariales estimados a partir del convenio laboral de referencia”.
Por otro lado, en los artículos 145.1 (segundo párrafo) y 146.1, el primero referido a los requisitos y clases de criterios de adjudicación y el segundo que establece las reglas para la aplicación de aquellos criterios, en los dos, en mi opinión, se crea bastante confusión entre los conceptos de «precio» y el «coste». ¿Es que en el 145.1 se quiere decir que «precio» y «coste» son sinóminos o conceptos equivalentes y se equiparan, por ejemplo, al «coste del ciclo de vida» para determinar la mejor relación "coste-eficacia" propuesta por los licitadores en sus ofertas?; Luego, en el artículo 146.1 se abunda en la confusión, cuando por un lado parece que «precio» y «coste» no son la misma cosa al diferenciar que "cuando solo se utilice un criterio de adjudicación, este deberá estar relacionado con los costes", para poner seguidamente, como ejemplos, al "precio" y a "... un criterio basado en la rentabilidad, como el coste del ciclo de vida calculado de acuerdo con lo indicado en el artículo 148".
El «coste» y el «precio» desde el punto de vista económico y el financiero-contable no son la misma cosa. Tampoco lo son, a mi modo de ver, desde el punto de vista jurídico, porque el «precio» sí que está definido claramente en el Código Civil, en el contrato de compraventa (el valor por el que se intercambian los bienes y servicios), y el «coste» no lo está. Por otro lado, en la composición del «precio» se pueden distinguir dos componentes que son: el «coste» (valor del consumo de factores de producción) y el «beneficio» del empresario.
¿Y qué decir en cuanto a la "rentabilidad" como criterio de adjudicación?, pues que ella se puede establecer por comparación con la consecución de un objetivo, o el rendimiento/calidad que se quiere alcanzar, con respecto del «precio» que se paga por la contraprestación (entendida en los términos jurídicos del Código Civil) o, en otro caso porque no son sinónimos, el valor del consumo de los factores productivos. En cualquier de los dos casos, dicha "rentabilidad" se puede evaluar al finalizar la ejecución contrato o, con base en valores estimados de datos de «precios» y de «costes», en la fase de la licitación, para ser establecida como criterio de adjudicación.
El «coste», desde el punto de vista económico y contable de gestión o interna (que no es de la contabilidad financiera), representa el valor de los consumos de factores para producir bienes y servicios. Por ello, no todos los «gastos» que se registran en la contabilidad financiera son transformados en «costes» del producto, ni viceversa, como se explica más adelante.
¿Y qué se puede hacer ante todo este desbarajuste?, porque palmariamente no hay claridad en esta ley sobre los conceptos de «coste» y «precio», al menos en lo que se refiere a su utilización como criterios de adjudicación.
El «coste» de los contratos públicos debería ser entendido solo como el coste de producción admisible (consumo de factores), tanto el que se evalúa en una oferta del licitador, por ser el que ha sido estimado para su inclusión en su propuesta económica, como el que realmente haya sido incurrido por el contratista adjudicatario en la ejecución del contrato. Y el coste es admisible solo porque es razonable –desde el punto de vista económico y técnico–, es decir es necesario y asignable al contrato.
Como he dicho, la nueva Ley 9/2017 –ni tampoco la Directiva 2014/24/UE– realmente no define el concepto de “coste” de un contrato, ni siquiera lo hace cuando establece las reglas de cómo calcular el coste del «ciclo de vida» (artículo 148); en este último caso simplemente se limita a listar, en el apartado 2, cuáles son sus componentes del coste.
No obstante lo anterior, haciendo un esforzado alarde de “imaginación”, se podría argüir que la Ley 9/2017 –aunque de forma indirecta– asume como definición de “coste” del contrato la del concepto tradicional o clásico empleado en la doctrina contable, es decir como: «la medida o valor de los recursos consumidos o utilizados para producir u obtener un resultado, o un objetivo determinado». Pero es que, además, la noción de “coste”, por ser un concepto referido a la “contabilidad interna” de las empresas, suele ser más amplio que la del concepto de “gasto”, pues este último es un aspecto de la “contabilidad externa” o “financiera” que está sometido a las regulaciones y limitaciones del Plan General de Contabilidad (PGC) . Por ello, el concepto del “coste” puede incluir una diversidad de calidades más extensa y que, además, pueden clasificarse de manera diferente al de los “gastos”. De hecho, en el «coste del ciclo de vida» se pueden incluir costes “inmateriales”, de difícil cuantificación, como aquellos referidos de las emisiones contaminantes por CO2; pero, además, hay otros conceptos de “gasto" que no admiten su imputación como “coste”, como por ejemplo el valor devengado por el Impuesto sobre Sociedades o el reconocimiento de pérdidas por deudas incobrables o de dudoso cobro, que sí son conceptos de “gasto” en la contabilidad financiera, pero en ningún caso se admiten como "costes" en la contabilidad interna o de gestión.
En consecuencia, siendo el concepto de “coste” (de la contabilidad interna) distinto del “gasto” (de la contabilidad financiera), no es asumible que el licitador imponga los gastos que, a su juicio, son susceptibles de ser transformados en elementos de coste asignables al contrato. Además, el órgano de contratación necesita poder comparar las diferentes propuestas económicas que presenten los licitadores, para decidir, con base en criterios objetivos preestablecidos de razonabilidad y asignabilidad, cuál de esas ofertas es la económicamente más ventajosa; y no solo contra sus propias estimaciones de “costes” cuando determina el “presupuesto base de licitación” y que son referidas en el artículo 100.2 de la Ley 9/2017.
Y, así, nos vamos al artículo 145.1 (segundo párrafo) en el que se establece que los contratos se podrán adjudicar con arreglo a criterios basados en el “…precio o coste”. Mi interpretación es que «precio» y «coste» no son sinónimos, sino dos conceptos con naturaleza propia y diferente. Es decir, se puede utilizar una de las dos siguientes opciones:
“4. El precio del contrato podrá formularse tanto en términos de precios unitarios referidos a los distintos componentes de la prestación o a las unidades de la misma que se entreguen o ejecuten, como en términos de precios aplicables a tanto alzado a la totalidad o a parte de las prestaciones del contrato.”
Y debería entenderse que no es necesario encontrarnos en situaciones de contratos especialmente complejos, en los que deban desarrollarse unos procedimientos que lleven aparejadas negociaciones –como es el diálogo competitivo o la asociación para la innovación– y obliguen a iniciar su ejecución con un precio provisional, para utilizar los preceptos del artículo 102.7 de la Ley 9/2017. Porque también, en los procedimientos abiertos y restringidos, para poder evaluar las ofertas económicas con base en los “costes” es necesario acudir al uso de dichas reglas para garantizar el cumplimiento de los principios de transparencia, no discriminación e igualdad de trato.
Pero entonces, en los procedimientos de adjudicación «abiertos» o «restringidos» ¿cómo evaluar, con base en los “costes”, la propuesta económica presentada por los licitadores?. Ya he dicho anteriormente que un coste es admisible su imputación al contrato porque es necesario y asiganble –es decir se demuestra su utilidad para el objeto de contrato– y es razonable –en sus aspectos técnicos y económicos–.
Para poder evaluar adecuadamente los costes de las ofertas hechas por los licitadores, dichas propuestas deberían ser presentadas mediante algún procedimiento en el que la oferta económica aparezca con descomposición de los costes y que exista la posibilidad de ser comprobados o verificados por el órgano de contratación o sus órganos de apoyo, como la mesa de contratación. Es decir, las valoraciones de los costes que hagan los licitadores en sus ofertas deberían ir acompañadas –y así debería exigirse en el PCAP– con su respectiva documentación de soporte y los análisis necesarios que, en su conjunto, respalden los datos contenidos en sus ofertas de costes.
Una manera apropiada de presentación de ofertas por parte de los licitadores sería la de exigir en el PCAP que hicieran una descomposición de los costes como ya fue explicada en la entrada de este blog #125 propuesta electrónica de costes. La evaluación de los datos de costes (soportados y respaldos por la documentación y los análisis que los acompañan) debería conducir a una puntuación de las ofertas hecha con arreglo a los criterios que ya se explicaron en este mismo blog en la entrada #85 Contratos de «libro abierto», y que se reproducen seguidamente:
- Costes sin salvedades: Son aquellos que están debidamente soportados y son respaldados por la documentación y los análisis que acompaña el licitador en su oferta económica (propuesta electrónica de costes), y para los que demuestra que son razonables y cuya necesidad se reconoce para la obtención del producto final.
- Costes sin resolver: Son costes que tienen salvedades, porque no han sido debidamente respaldados por la documentación que acompaña el licitador en su oferta económica (propuesta electrónica de costes), pero cuya necesidad se ha demostrado. Y, sin embargo, precisamente por las debilidades en el soporte de los datos, su importe no es considerado razonable al no poder ser contrastado debidamente por la «auditoría de contratos», ya sea porque el contratista tiene debilidades en sus sistemas de control interno, especialmente en sus procedimientos de estimación de costes que hacen sospechar de su fiabilidad; o porque no ha aportado suficiente información como para aceptar la validez del coste final.
- Costes no soportados: Son costes con salvedades, cuyos importes no están debidamente soportados y respaldados por la documentación que debería acompañar el licitador en su oferta económica (propuesta electrónica de costes) y para los que hay evidencias suficientes en la «auditoría de contratos» de ser irrazonables y no necesarios, por lo que son excluidos de su imputación.
La comprobación de los datos de costes, así como la documentación y el análisis que les dan soporte y les confieren un respaldo apropiado, debería ser realizada por la mesa de contratación en la sesión, o sesiones, de apertura de las ofertas y su valoración, pudiendo solicitar la ayuda de expertos en auditoría de contratos que realizaran, incluso, las comprobaciones pertinentes en el lugar, instalaciones y sistemas contables y de gestión de los licitadores.
La puntuación de los costes ofertados por los licitadores podría resultar en una suerte de tabla como la reflejada en la siguiente imagen:
Sin embargo, la evaluación del factor “precio” de la oferta económica, mediante algún sistema de valoración proporcional, no debe ser despreciada por completo, porque también debe atenderse a las situaciones competitivas de las empresas que se reflejan a través de la gestión de su capacidad de producción o la posibilidad de obtener todavía rendimientos marginales positivos, sin entrar en consideraciones de modificaciones de la producción y de la curva del coste marginal a largo plazo. Es decir, se busca que, en el momento de presentarse a la licitación, el ingreso marginal previsto (por vender las unidades adicionales producidas si se obtiene la adjudicación del contrato) supere el coste marginal estimado (coste de producir esas unidades adicionales), manteniendo la misma estructura de costes fijos, lo que les permite a los licitadores proponer precios más bajos que los de la competencia, renunciando, eso sí, a una parte de sus beneficios, pero aprovechando sus claras ventajas en coste para ensanchar su cuota de mercado. Y sin haber razones de ser reputadas por ello como bajas temerarias (simplemente por alejarse en un porcentaje predeterminado de la media de las otras bajas), porque no oferta un precio asumiendo pérdidas, ya que el precio de su propuesta –es decir, los ingresos que espera obtener el licitador sobre esa cantidad de unidades ofrecidas en el contrato– supera el valor de los costes medios para es nivel de producción.
En ambos casos, para esas dos distintas cantidades de producción, en (A) es 82 unidades de producto o servicio y en (B) es 89 unidades de producto o servicio, el precio frontera por debajo de cual no debería hacer la oferta de precio es de 12,5 unidades monetarias, porque de lo contrario se situaría por debajo de los costes medios incurriendo en pérdidas.
Como puede observarse, comparándose las dos gráficas, hay un aumento de la producción (su oferta de unidades de bienes y servicios pasa de 82 a 89) que se corresponde con la licitación a la que concurre, pero que lleva aparejada un aumento de los costes totales debido a que los costes variables son proporcionales al aumento de la producción, pero no de los costes fijos que se reparten entre un mayor número de unidades producidas. Sin embargo, el licitador renuncia, o sacrifica, a una parte de sus beneficios totales, porque ofrece un menor precio (pasa de 20 a 18 unidades monetarias). Seguramente, esta sea una estrategia de él a largo plazo para conseguir ese nuevo cliente y alcanzar una mayor cuota de mercado, sin incurrir en pérdidas.
Las pérdidas para el licitador se producirían si dado un nivel de producción cualquiera el precio de venta, de sus bienes o servicios producidos, lo situara por debajo de la curva de los costes medios. Esta es, a mi modo de ver, la circunstancia principal (quizá la única) a tener en cuenta a la hora de calificar el precio de una oferta como incurso en baja teneraria.