En la entrada #129 de este blog se aborda lo que, a mi modo de ver, debe ser el enfoque o la orientación que en la contratación pública debe darse al concepto de «precio de mercado» («precio general de mercado») referido en el artículo 102.3 de la LCSP/2017.
El Tribunal de Cuentas, en su informe de fiscalización nº 1279, de 31 de mayo de 2018, en el apartado II.2.2 referido a las incidencias relativas al cálculo del presupuesto y a la determinación del precio de los contratos, destaca la que podría ser una incorrecta estimación del presupuesto de licitación ya que ha constatado que numerosos expedientes de los examinados relativos a contratos adjudicados por procedimiento abierto, la adjudicación se produjo con bajas que en muchos casos oscilaron entre el 40% y el 50% del presupuesto de licitación. Esta circunstancia le hace suponer al TCu que una deficiente estimación del presupuesto de licitación ya que en ningún expediente de los requeridos se incluyeron por los órganos de contratación, entre las actuaciones preparatorias del contrato, informes económicos, estudios de costes o estudios de mercado que avalaran razonadamente los importes presupuestados resultantes, por lo que no se ajustaron a la realidad del mercado en el momento de la licitación, como pedían los artículos 87.1 y 88.2 del TRLCSP –bajo la vigencia de este–, debiendo entenderse ahora que se corresponde con el artículo 100.2 y 102.3 de la Ley 9/2017.
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Por otra parte, muy recientemente, el mismo Tribunal de Cuentas, en el Auto nº 6 del año 2020 de su Sala de Justicia, advierte que no hay una norma legal que convierta el «precio de mercado» en la referencia para determinar la legalidad o ilegalidad del precio satisfecho, ni siquiera –añado por mi parte– existe su definición, sino que se trata de una mera referencia a un término que pertenece al ámbito de la Teoría Económica y, también, en el de la Contabilidad. Así es que el TCu, según dice, no puede constatar la existencia de irregularidades en un expediente de contratación ni deducir si hay un daño a los fondos públicos debido a dicha indefinición, porque, en estas circunstancias, es imposible establecer la diferencia entre el precio efectivamente satisfecho y el que se habría pagado si se hubiese respetado la normativa reguladora de la contratación administrativa, si de esta –añado– se pudiera determinar de forma efectiva cuál es el «precio general de mercado» que sea adecuado a la prestación contratada.
Esta deficiencia de la regulación de la contratación pública, la que acabo de ilustrar con dos ejemplos extraídos del TCu, la he manifestado recientemente (ver entrada #153), por lo que debería ser tenida en cuenta para su apropiada regulación en el futuro Reglamento de Contratación del Sector Público.
Asimismo, en mi artículo publicado en el Observatorio de Contratación Pública hago un pequeño estudio, en línea con lo que ya manifesté en la entrada #129 de este blog, sobre qué debería entenderse en la contratación pública como «precio general de mercado» –para sacarlo del limbo de los conceptos jurídicos intederminados– a los efectos del artículo 102.3 de la LCSP/2017, concluyendo lo siguiente:
El concepto de «precio general de mercado» en la contratación pública es el de «valor razonable», siendo este «el valor (o precio) que tiene en cuenta las respectivas ventajas y desventajas que cada contratante ganará con la transacción y que atiende a los costes laborales, sociales y medioambientales, o de otra índole, que la Ley o los pliegos del contrato exijan».
El «precio general de mercado» de los contratos públicos, en consonancia con dicha definición, debería consistir en la cantidad de riqueza necesaria para compensar al contratista los costes admisibles de producción en los que incurre y retribuirle con un beneficio que reconozca el esfuerzo y el riesgo que asume en la ejecución del contrato. De esta manera, el coste más el beneficio se convierten en el «valor natural» y razonable de la prestación, que es el que tiene el producto o servicio al salir de las manos del contratista, ya que en él se incorpora el consumo de todos los factores necesarios de la producción, comprende la valoración de los requisitos exigibles en los pliegos de tipo social y medioambiental y es remunerador del riesgo asumido y del esfuerzo del contratista. Dicho «valor natural» se puede investigar y deducir, objetivar e individualizar, y, en consecuencia, permite poder evaluar si se causa daño a los fondos públicos y establecer, en su caso, la cuantificación.